Como
hemos aventurado en numerosas ocasiones, existían antiguamente numerosas rutas
y caminos que, atravesando la Península de norte a sur y de este a oeste, iban
recalando, como si de un imaginario juego de la oca se tratara, en pueblos y
ciudades que tenían, como denominador común, la advocación de su iglesia
principal: el Salvador. De ahí, que metafóricamente hablando, a éstas rutas,
digamos, coincidentes, se las denominaba precisamente así en numerosos ámbitos:
Ruta del Salvador. Cifuentes, o la ciudad de las cien fuentes –una
exageración, que no obstante, indica un lugar bien aprovisionado de tan vital
elemento-, es una de ellas, además de constituir, de paso, uno de los
principales núcleos de población de esa zona tan prolífica e interesante de la
provincia de Guadalajara, conocida como la Alcarria. O como decía Camilo José
Cela, allá, a finales de los años cuarenta, cuando realizó sus pinitos
mochileros: La Alcarria es un hermoso
país al que la gente no le da la gana ir (1). Situada en la parte superior
y a la vez casco histórico de la ciudad, siendo, además, vecina del convento y
claustro de San Blas –santo al que, según la tradición, martirizaron en el
cercano pueblo de Gargolillos, como también apunta Cela-, al que se mantiene
unida la iglesia de Santo Domingo, con su magnífico cimborrio de forma
octogonal, la iglesia del Salvador, aun habiendo sufrido numerosas
transformaciones a lo largo de la Historia, hunde sus cimientos a finales del
siglo XIII, conservando, no obstante todavía, parte de esos dos principales
estilos con los que fue concebida: un románico tardío y un estilo gótico,
revolucionario pero imperfecto –como
apuntaba aquél otro genio de la arquitectura, que fu D. Antoni Gaudí i Cornet-,
que comenzaba a despuntar con fuerza en occidente. Del primer periodo, es
decir, de ese románico tardío, se conserva una magnífica y cuando menos
sorprendente portada que, recibiendo el nombre del Apóstol Santiago, deleita y
a la vez estremece por su temática, reproduciendo la sempiterna lucha entre
virtudes y defectos –cuya víctima colateral era una sociedad medieval imbuida
todavía de tinieblas-, que se basaba en el poema clásico de Prudencio,
denominado La Psicomaquia. Poema y
temática, por otra parte, que con posterioridad formaría parte, así mismo, de las
grandes epopeyas escatológicas cristiano-musulmanas, desarrollada por los
viajes al otro mundo de Mahoma y
Dante, si bien otro antecedente clásico lo tendríamos en la Eneida de Virgilio y el descenso del héroe troyano Eneas a los
infiernos, por no remontarnos a las epopeyas babilónicas del héroe Gilgamesh.
Pero este tema, formará parte de otra historia. Por cierto, que es en esta
parte del templo, orientada hacia poniente, donde se localizan, además,
numerosas marcas de cantería en sus sillares. Otro de los detalles que más
sobresalen y situado por encima de esta portada, es el magnífico rosetón, de
estilo, podría decirse que cisterciense, cuyos cristales, vistos desde el
interior y afectados por la luz, nos ofrecen la visión de Cristo como héroe solar, siendo los doce apóstoles
los rayos que, simbólicamente hablando, iluminarían el mundo. El interior del
templo, precisamente, sobrecoge; bien por sus dimensiones –tanto a lo alto como
a lo ancho- bien por esa otra y no menos sempiterna batalla entre la luz y las
tinieblas que se desarrolla a la vera de ese imaginario bosque de palmeras,
conformado por las columnas, las bóvedas, los puntos de clave y los arbotantes,
que aun formados por esa materia prima y noble que es la piedra, no dejarían de
ser la representación simulada de los antiguos bosques sagrados. A tal efecto,
no debería de extrañarnos la reflexión de San Bernardo, relativa a que es
precisamente en la naturaleza, entre árboles y rocas, donde está la mejor de
las escuelas. A pesar de los efectos devastadores de la Guerra Civil, donde se
perdió prácticamente en su totalidad la gran riqueza patrimonial contenida en este
monumental templo, todavía conserva ciertas reminiscencias interesantes, como
algunos capiteles originales, de foliácea austeridad, algún motivo antropomorfo
en las claves de bóveda, así como un magnífico púlpito labrado, donde se
muestra una curiosa escena de adoración mariana, compuesta por una Virgen
entronizada por debajo de una cabeza muy peculiar, que aunque a priori
represente la figura de Dios Padre, semeja, por su aspecto, a aquellos otras
conocidas como hombre-verde, y donde se aprecian doce personajes alrededor.
Personajes que, por coincidencia con el número, podrían ser tomados como los
apóstoles, si no fuera por un detalle, ciertamente sorprendente: el primer
personaje de la derecha, arrodillado, es una mujer. Lejos de pensar, en la
figura tan controvertida del discípulo amado, en muchas ocasiones identificado
no con el Evangelista sino con la Magdalena, hay que contemplar la escena
observando el personaje masculino homólogo del lado izquierdo, también
arrodillado, así como el escudo que se aprecia a los pies del trono de la
Virgen, y que posiblemente corresponden a alguna de las familias nobles cuyos
restos se hayan en las capillas adyacentes. Entre las más conocidas, se
encuentran los Alce, los Calderón y los condes de Cifuentes. Posiblemente, se
trate de estos últimos. Como colofón, decir que en las proximidades de
Cifuentes, se localizaba el monasterio de Óvila, comprado por el magnate
norteamericano de la prensa, Randolph Hearst –el famoso Ciudadano Kane de la película de Orson Welles-, en las postrimerías
de la Guerra Civil y trasladado piedra a piedra a los Estados Unidos.
(1) Camilo José Cela: 'Viaje a la Alcarria', Editorial Espasa Calpe, S.A., Colección Austral, decimoctava edición, 30-V-1989, página 19.