sábado, 18 de agosto de 2012

Labros



Cuando uno llega a las proximidades de Labros, resulta difícil precisar qué imagen le impacta o sorprende más: la visión de un pueblo que se enrosca como una serpiente sobre una colina, o la perfección explícita, precisamente, de esa colina bajo la que se cobija. Perfecta, o casi en su forma, no sería banal preguntarse si en tiempos históricos no llegó a albergar un poblado celtíbero o, en su defecto, el tiempo, inexorable y en más ocasiones de las que debiera, terriblemente burlón, no ocultaría bajo toneladas de tierra algún olvidado santuario prehistórico. Resulta evidente que, cuando uno alcanza la cima, no vislumbra rastro alguno que le aliente a mantener el pensamiento de los celtíberos, acostumbrados a asentarse sobre las cimas de las colinas, hubiesen albergado un hábitat en el lugar. Cosa que, por otra parte, no sería extraña, pues si en algo destaca el Señorío de Molina es, precisamente, por la profusión de castros celtíberos descubiertos en su territorio. Baste como ejemplo, el del Ceremeño, situado en la cercana población de Herrerías o aquél otro, apenas visible y prácticamente inexplorado que, de nombre los Villares, se localiza en el término de Castellar de la Muela, no lejos, supongo, del lugar donde se levanta una ermita que, según algunas tradiciones, en tiempos fue templaria: la de la Virgen de la Carrasca.
No es ninguna novedad, tampoco, que lo más monolítico o prehistórico que puede localizarse en Labros, se asiente sobre la parte más alta del pueblo. Me refiero, obviamente, a su parroquial que, aunque no lo parezca a simple vista, aún conserva -que no es poco- una notable portada de sus primigenios orígenes románicos. Unos orígenes que, aunque pertenecientes a ese románico pobre con el que algunos autores definen el románico de Guadalajara, aún conserva, no obstante, ciertos elementos sobre los que hacerse, cuando menos, algunas preguntas, por más que éstas puedan resultar hipotéticamente desdeñables a lo doctamente establecido.


La visión de esas arpías, o quizás, de esas sirenas que mantienen las crías sobre su lomo, tal vez no sea una visión demasiado sorprendente en un estilo que recurría a lo simbólico y lo mitológico para educar, previsiblemente en las facetas de virtudes y pecados, blanco y negro, cielo e infierno, a una población extremadamente ignorante, sin posibilidad de educación y fácilmente moldeable, como gustaba a prelados y señores. Ni tan siquiera en la presencia de los nudos eternos, magníficamente labrados, y sus posibles raíces célticas cabría tampoco sorprenderse, pues resultan elementos tan comunes como los otros, cuando no más. Ahora bien, cuando se ve a un solitario jinete que parece ajeno a la secuencia mostrada por arpías, nudos y sirenas, no se puede evitar preguntarse si cabe la hipotética posibilidad de hallarnos ante un elemento teóricamente poco frecuente en el románico de la provincia -al menos, en mi ignorancia, no recuerdo otro-, como pueda ser aquél sobre el que recaen nombres tan carismáticos como caballero verde o caballero apocalíptico o, rizando el rizo cultural, caballero cygnatus, en clara referencia a una mitología, la celta, para nada desconocida en estas misteriosas tierras.
Cierto es, así mismo, que, independientemente de que el deterioro impide comprobar claramente la cabeza dl animal que monta el jinete, le faltaría un elemento primordial: la figura, bien monstruosa bien humana, que suele representarse bajo los cascos del caballo, a semejanza del tradicional San Miguel doblando al Diablo. Sin olvidar, por supuesto, el simbolismo que rodea la figura del caballo, tanto en su función de vehículo hacia el Conocimiento, como vehículo, también, de orden ctónico. Otros detalles mencionables de este pórtico, pueden ser sus motivos ajedrezados y otro tipo de nudo que, por ejemplo, también se localiza en los arcosolios del ábside de la parroquial de Castrillo Solarana, pueblo perteneciente al entorno de Silos, en Burgos.


El panorama desde esta altura sobre la que se levanta la parroquial de Labros, también es digno de mención. Resulta especialmente llamativo, como una acuarela que alterna campos de labor y barbecho y alguna extensión de monte bajo -típica cromática castellana- custodiados, no obstante al frente, cual inmutable y eterno pastor, por otro altiplano con forma de plato invertido.
De regreso otra vez por esas calles estrechas, de casas que parecen apollarse solidariamente unas con otras, tal vez nos sorprenda encontrarnos un curioso grabado en el dintel de una de las más antiguas. Un grabado que representa un corazón y una jarra. La solución al enigma, la encontraremos -si no lo hemos descubierto a nuestra llegada- en un sencillo monumento que la Escuela de Folklore de Guadalajara ha dedicado a uno de los hijos predilectos del lugar -Lorenzo Cetina (1644), previsiblemente nacido en la mencionada casa- y a todos los dulzaneiros que han llevado júbilo por los confines de esta tierra.
Labros, un pueblo agradable en los confines del Señorío de Molina.