Otra
de las maravillas de Cifuentes, que generalmente suele pasar desapercibida
frente a la monumentalidad de su conjunto histórico-artístico o la riqueza
folklórica de sus numerosas leyendas, es ésta maravillosa y esencial parte
constitutiva de la iglesia de Santo Domingo que, como ya se dijo en la entrada
anterior, está unida a lo que en tiempos fuera el convento dominico de San Blas,
originalmente enclavado en un lugar llamado Los Tabares, a dos kilómetros de
Cifuentes: su templete o cimborrio. De bizantino diseño, reminiscencia importada
de la más arcaica y sorprendente arquitectura escatológica oriental, basada en
los antecedentes musulmanes referidas al Sepulchrum
Domini, su forma octogonal recuerda –tanto por su belleza, como por su
perfección, no exentas de sugerente misterio- los grandes hitos arquitectónicos
que, tanto dentro como fuera de las lindes típicas de los caminos de
peregrinación peninsular, atraen irremisiblemente la atención de peregrinos,
viajeros, turistas, curiosos y amantes del Arte y de la Historia en general.
Lejos, evidentemente, de la época bajo medieval en el que fueron felizmente
concebidos sus precedentes románicos –Santa María de Eunate, Santo Sepulcro de
Torre del Río, Vera Cruz de Segovia o Santiago, en el Monsacro asturiano-, este
tipo de construcción –exenta, eso sí, de las soberbias rotondas o
deambulatorios de los modelos originales- volvió a resurgir con una fuerza
inaudita, a partir de los siglos XVI y XVII, cuando el declive de ese arte ar-gótico, como decía Fulcanelli, fue
cediendo terreno a formas arquitectónicas con menos imaginación –bajo mi punto
de vista- y más recargadas, como son los denominados estilos renacentista y
barroco. Curiosamente, se constata que este tipo de construcción, suele
albergar tallas de Cristo consideradas como milagrosas –caso de Almazán y
Briones-, así como también, venerables advocaciones marianas –en algún caso, de
Virgen Negra, como la Soterraña de
Olmedo-, que despiertan, igualmente, un gran fervor popular.