martes, 23 de octubre de 2007

Una anécdota sobre María Magdalena



'María Magdalena es la figura más misteriosa de los Evangelios canónicos. A pesar de la relevancia que esta mujer tiene en el desarrollo de la vida y la doctrina de Jesús de Nazareth, la Iglesia 'oficial' siempre tuvo miedo del personaje. El principal temor de los altos estamentos eclesiásticos se basaba en un hecho decisivo: a juzgar por los textos, María Magdalena parecía asociada afectivamente a Jesús...'


[Juan Arias: 'La Magdalena, el último tabú del cristianismo']



Apenas había actividad en Campisábalos, aquélla mañana de domingo. El sol, tímido al principio, cuando salí de Madrid, comenzó a apresurar la retirada de las sombras, logrando que su luz comenzara a iluminar los valles, montes y quebradas que atravesaba en mi camino, una vez que abandoné la autovía de Aragón algunos kilómetros más allá de Torija.
De manera mortecina, aunque progresiva, los conatos de niebla -algunos más pertinaces en las proximidades de Miralrío y Jadraque- comenzaron a disolverse como fantasmas huidizos frente a la visión insuperable del astro rey.
Sobre lo alto de la colina, el castillo cidiano mostraba -cuál si fuera un cabestrillo metálico- el armazón superpuesto de los andamios que descansaban, inertes y en silencio, en espera de los trabajadores que a partir del lunes volverían a caminar sobre él, con el fin de restaurar las heridas de aquél impresionante monumento histórico, testigo de acontecimientos gloriosos, figurando alguno de los cuales en el celebérrimo Cantar de Mío Cid.
En lontananza, e igual de madrugadoras que el que suscribe, algunas bandadas de pájaros -golondrinas en su mayoría- trinaban ruidosamente, mientras dirigían su vuelo hacia el este, posiblemente dando la bienvenida a esa diaria y simbólica resurrección que protagoniza el sol cada amanecer, motivo de culto en numerosas culturas de la Antigüedad.
Atrás quedó también Atienza, con su castillo y la iglesia románica de Santa María del Rey, que custodian desde lo más alto una ciudad de aspecto apacible y medieval cuyas piedras, a poco que se moleste uno en visitar, tienen aún muchos secretos y mucha historia que contar.
Algunos kilómetros más allá, poco antes de llegar a Cañamares, los cerros volcánicos de La Miñosa semejaban un pequeño 'lado oculto de la Luna', reflejando a duras penas la luz diurna en la arrasada opacidad de su contorno.
Somolinos, el pueblo cuyo corazón parte en dos la carretera, dormitaba, poco menos que desierto, mientras el óvalo azulado de su laguna le hacía un guiño al sol, mimosa ésta cual una mujer enamorada.
Una vez en Campisábalos, como decía al principio, la poca actividad me permitió examinar a gusto uno de los más bellos e importantes elementos del denominado 'románico de la Sierra de Pela': la iglesia de San Bartolomé.
Eran aproximadamente las once menos cuarto de la mañana, cuando el párroco -un hombre relativamente joven, que rondaría, en mi opinión, la cuarentena escasa de edad- acudió presuroso a abrir la puerta y preparar la liturgia pertinente para la celebración de la misa de las once.
Sin dilación, decidí aprovechar la oportunidad que se me brindaba, franqueando el hermoso pórtico románico de la entrada detrás de él, siempre con la cámara preparada en una mano y el cuaderno de notas en la otra.
Muy amablemente -todo hay que decirlo-, el buen hombre accedió a mis deseos de fotografiar la iglesia por dentro, y aquélla buena disposición, me satisfizo profundamente, pues en cierto modo, compensaba un poco la balanza que hasta entonces se inclinaba decididamente hacia el lado de las 'puertas cerradas'.
Dado que apenas disponía de unos minutos ante la inminencia de la misa -de hecho, ya se escuchaban voces en el exterior- no pude entretenerme demasiado en estudiar todos los detalles. Sí tuve ocasión -y aquí radica el motivo de la presente exposición- de observar, en sendas hornacinas situadas a ambos lados de la nave, las figuras de San Bartolomé -a quien está dedicada la iglesia, y por añadidura, santo patrón del pueblo- y otra que, bien por costumbre o bien por ignorancia -mea culpa- tomé por la Virgen.
Aprovechando la presencia del párroco y deseando disponer de una información lo más fidedigna posible, me acerqué hasta donde se encontraba, a escasos centímetros del altar, y le pregunté:
- Perdone. ¿Qué Virgen es ésta?.
Su reacción me recordó -y al decir esto, no pretendo hacer comparaciones, pues sería muy injusto- esa escena ambientada en la película 'Drácula' de Francis Ford Coppola, en la que el conde reacciona violentamente cuando Jonathan Harker hace un comentario irónico acerca de Dios.
- Es María Magdalena, -contestó con brusquedad.
Luego, pasadas unas décimas de segundo en las que el silencio se me antojó tan espeso como una taza de chocolate, añadió:
- ¡Y no era ninguna Virgen!.
Entonces opté por dar las gracias y abandonar prudentemente la iglesia. A fin de cuentas, los fieles comenzaban a entrar, ocupando los bancos, mientras el párroco, dándose media vuelta, se dirigía hacia el altar sin prestarme ya la más mínima atención.
Reconozco que sentí cierto desasosiego; un pesar muy profundo, al comprobar que incluso en pleno siglo XXI, la Iglesia -lejos de reconocer la verdadera importancia que ésta singular mujer tuvo en la vida de Jesús- continuaba aferrándose, con más fuerza aún si cabe, a relegarla a ese papel de menosprecio y arrinconamiento a que fue sometida por Pedro, el más irascible y posiblemente el más machista de todos los apóstoles y que, como una maldición, continúa arrastrando con el transcurrir de los siglos.
Es posible -en esto sólo el tiempo y las nuevas mentalidades tienen la palabra- que el día en el que se reconozcan debidamente los derechos e igualdades de la mujer, se reconozca también la figura de ésta singular fémina, cuya verdadera importancia sólo unos pocos conocen y veneran y que -guste o no a los herederos del trono de Pedro- fue algo más que una simple parábola en el camino del Hijo de Dios.

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